domingo, 4 de octubre de 2009

El fin del mundo (I)


Pensaba escribir y disertar acerca de porqué escribo y diserto, pero luego me acordé de Sean Connery y de su frase en Descubriendo a Forrester (2000): "Todo se reduce a escribir, no pensar. Escribir, no pensar". Amén, entonces.


Todo el mundo se reía de aquel tipo. Caminaba por las calles del barrio gruñendo y maldiciendo por lo bajo. Arrastraba siempre un carrito desvencijado que habría robado de Dios sabe qué sitio y en qué año, pero no era lo que se suele entender como un mendigo o un vagabundo. Vestía bien, iba limpio y nadie lo vio nunca dormir en un banco o en cualquier portal de la calle. Pero no cabía duda que "el profeta" era alguien a tener en cuenta. Por lo menos, para mí.
"El profeta" vivía en el piso más alto de un edificio viejo que estaba deshabitado, y que se encontraba casi en mitad del campo, en una calle por la que nadie pasaba. Hasta los pájaros se olvidaban de pasar por la zona. Todo el barrio conocía de su existencia, y todo el barrio estaba convencido de su locura. Día tras día, semana tras semana, visitaba todas y cada una de las tiendas y bibliotecas del barrio que pudiera proporcionarle dos cosas, dos únicas cosas: libros y películas. Día tras día, semana tras semana, se le podía ver arrastrando el carrito por la acera atestado de libros de todas las clases y materias, y de películas antiguas y modernas. Las señoras murmuraban viéndole, apuntando que probablemente todo ello era robado y que tenía un negocio clandestino y que habría que denunciarlo a la policía, a la vez que gritaban a sus hijos que no se acercaran al hombre, que siempre andaba mascullando algo entre dientes. Los hombres se reían viéndole, gastándole bromas o haciendo comentarios cínicos; mientras que algunos jóvenes le tiraban paquetes vacíos de cigarrillos, bolsas de patatas vacías o envoltorios de chicles. Incluso a veces le seguían hasta su casa y le tiraban piedras a la ventana. Las pocas personas que intentaban entablar una conversación con él, recibían siempre la misma respuesta:
-Déjeme en paz, que estamos en el fin del mundo y no me queda tiempo.
De ahí lo de "profeta", ya que nadie supo nunca su verdadero nombre. Carrito arriba, carrito abajo, formó parte del paisaje del barrio humilde donde me crié. Ahora, varios años después de todo aquello, sé varias cosas. Por ejemplo, que "el profeta" fue el hombre más lúcido que haya conocido jamás, y que nunca podré apreciar en toda su extensión la suerte que tuve en conocerle, y en cómo cambió mi forma de ver el mundo. También intuyo que, a su modo y a su estilo, me apreció mucho.

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