jueves, 23 de abril de 2009

Películas a rescatar: PASAJE A LA INDIA

Con esta película, inicio un recorrido por una serie de películas, algunas muy conocidas y otras no tanto, que no demasiada gente ha visto, pero que por sus méritos deberían ser más reconocidas.

La primera película es, curiosamente, la última en la vida de uno de los mejores cineastas de toda la historia, y, probablemente, mi director de cine favorito por encima de muchos otros. David Lean, inglés de nacimiento y cosmopolita de espíritu, es el maestro de muchos cineastas y aspirantes a cineastas, y el hombre que, desde mi punto de vista, supo entender como ningún otro la verdadera esencia del cine, la monumentalidad y la poesía, la psicología de almas atormentadas en paisajes fabulosos. Ya nadie hace cine como él. Se pueden ver trazos de su cine en algún que otro cineasta de hoy en día, como Spielberg, pero Lean pertenece a un cine de otra época, cuando había años en que podías ir al cine, y encontrarte de una tacada en la cartelera con una película de John Ford, otra de Billy Wilder y otra del mismo Lean. En fin.


Pasaje a la India se basa en la novela de E.M. Forster, acerca del dominio británico en la India a principios del siglo XX, pero centrando ese conflicto en la historia de Adela Quested (interpretada por la australiana Judy Davis), una muchacha inglesa que parte hacia la India para casarse con un juez británico (Nigel Havers), en compañía de su futura suegra, la señora Moore (Peggy Ashcroft). Ambas, de carácter liberal y abierto, cuando llegan, se van escandalizando por el sometimiento que los ingleses mantienen a los hindúes de una manera hipócrita. Conocen a personajes como el anciano profesor Godbole (Alec Guinness), un brahmán sabio que sabe más de lo que dice; al doctor Fielding (James Fox), el único inglés que trata a los indios como iguales, y especialmente al doctor Aziz (Victor Banerjee), un hombre afable e inocente que comienza una amistad con las dos mujeres inglesas... una amistad que va a tener un desenlace sorprendente.


La película constituye el legado artístico de David Lean, quien, tras rodarla en 1984, no volvería a rodar nada más, a pesar de estar a punto de iniciar proyectos como el de Motín a bordo o Nostromo, basada en la novela de Joseph Conrad. Precisamente, mientras buscaba localizaciones y escribía el guión para esta última, Lean falleció en 1990. Pasaje a la India es, pues, su testamento, una última película a la altura de una excepcional carrera en la que se cuentan auténticas obras maestras, como Doctor Zhivago, Breve encuentro, Oliver Twist, El puente sobre el río Kwai o La hija de Ryan. Y por supuesto, la que yo considero como la mejor película de la historia del cine: Lawrence de Arabia.

La película que nos ocupa ahora es, al igual que otras del director, un análisis profundo de un choque de culturas, de civilizaciones, pero en vez de servirse para ello de batallas enormes o de grandes masas de multitudes, se sirve de la historia de dos mujeres, Adela Quested y la señora Moore, que van a conocer la India y sus recovecos, cada una a su estilo y con desenlaces diferentes. La India las va a transformar, y sus distintas personalidades reaccionan de manera distinta ante esa misteriosa y seductora cultura. Puede decirse, incluso, que la India aparece personificada en dos personajes: Aziz y Godbole, quienes, respectivamente, "conectan" con Adela y la señora Moore. Entre ellos surgen personajes que ofrecen distintas formas de ver a la India y a sus habitantes, desde la amabilidad y comprensión de Fielding, hasta la superioridad (típicamente inglesa) del joven juez con el que se va a casar Adela.

La película, como en todas las de David Lean, tiene un diseño de producción y una ambientación sobresalientes. La fotografía (de Ernest Day, en vez de su director de fotografía de siempre, Freddie Young) es sublime y capta toda la esencia de los paisajes y bosques de la India; y los actores cumplen sobradamente, destacando una veterana Peggy Ashcroft, quien se llevó el Oscar a la Mejor Actriz Secundaria por su interpretación inolvidable de la señora Moore. La película estuvo nominada a 11 Oscars en 1985, de los cuales se llevó dos, el anteriormente mencionado, y el de la Mejor Banda Sonora para la exquisita música de Maurice Jarre, para el cual era su tercer Oscar. Jarre fue siempre el compositor de confianza de Lean, quien le llevó a ganar otros dos Oscars por las músicas de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago, y uno de los mejores compositores de cine, y más renombrados, de la historia. Tristemente, hace muy poco, el 29 de marzo, fallecía dejando uno de los legados más ricos del mundo del cine.

David Lean se despedía así con un broche de oro en su espectacular filmografía, legándonos una maravilla de película que hoy en día se debe degustar como los buenos vinos o las buenas comidas: lentamente, paladeando sus méritos y sus matices, sus diálogos y sus paisajes, así como los dramas de los personajes y sus historias. Una película de las que ya no se hace, perteneciente a un cine que ya no se hace, y por el que los buenos cinéfilos siempre estaremos dispuestos a derramar alguna que otra lágrima en recuerdo de este cine ya extinto, y de unos cineastas ya extintos. Siempre nos quedará el DVD o el Blu-Ray.

PRÓXIMO CAPÍTULO: Un mundo perfecto (1993), de Clint Eastwood

miércoles, 22 de abril de 2009

Reflexiones tras la vuelta

Pues sí, 5 meses después, tras una época completa de exámenes y una Semana Santa de por medio; me vuelvo a asomar a estas páginas, donde espero volcar reflexiones, guasa, cine, viajes y cuanto se me ocurra. Espero que a quien me lea, le guste lo que encuentre aquí. De momento, y para celebrar mi vuelta, una bonita historia que puede que conozcáis ya, pero que a mí me ha hecho pensar un poco. Más que historia, es una fábula sobre el modo de ver el mundo, las cosas y el día a día, con un leve toque de esperanza, que no viene mal es estos días.


Érase una vez en Nueva York, a finales de marzo, un hombre ciego arrastraba un carrito con una caja de madera por las calles. Le acompañaba un perro que le hacía de lazarillo, mientras su amo iba de esquina en esquina, sentándose en el suelo y colocando un cartón con una frase que rezaba "Una limosna para un ciego". Llevaba tiempo buscándose la vida de esa manera, sin esperar nada del futuro ni del presente. Día tras día, multitud de gente de toda clase, raza y condición pasaban ante el ciego, y muy pocos soltaban algún céntimo o algún dólar. Cada día, la esquina era distinta. La Quinta Avenida, Central Park, el Lower East Side... Aquel día tocaba una esquina cercana a Wall Street, y miles de empresarios, brokers y tiburones de las finanzas, luciendo trajes, corbatas, gafas oscuras y maletines de cuero; pasaban delante de nuestron hombre a toda prisa, sin hacer demasiado caso, y mucho menos sin soltar algún buck (pavo) al homeless. Tampoco él lo esperaba. En esa mañana, el ciego oyó unos pasos detenerse justo delante de él. Por el olor y los sonidos, parecía cualquier viandante de aquellas latitudes (zapatos lustrosos, móvil en ristre, cartera repleta de tarjetas de crédito). Alguien, en fin, que le daba la vuelta al cartón, y escribía algo. Iba a protestar, pero como oyó unas monedas caer en la caja, lo dejó estar. Al final del día, el milagro: la caja estaba llena de monedas y algún que otro billete semienterrado. El ciego no podía creerlo y palpaba las monedas para asegurarse que eran eso, monedas. Feliz, cogió su carrito, echó a andar y la ciudad se lo tragó. A su espalda se colgó el cartón, que ahora rezaba: "Hoy ha comenzado la primavera, pero no voy a poder verlo".